
Por días el cielo se mantuvo igual, inmutable, absolutamente indiferente a los estragos que su último capricho había causado en el pueblo sobre el cual descansaba. Nadie podía dormir, no era de noche. Nadie podía trabajar, no era de día. Todo el mundo caminaba medio sonámbulo, molesto, rabioso. Pasaban los meses y el cielo no cambiaba. Pasaban las horas y las nubes no llegaban. Paseaban los pobladores por sus angostas calles; y se miraban cada vez con más desconfianza.
Un día los blancos se unieron y culparon a los negros. Otro día los negros se unieron y culparon a los blancos. Todos los días los morenos callaron. Recordando con claridad como había estado a punto de anochecer cuando los negros masacraron el cielo, los blancos se armaron de palos, y piedras, y fueron a tomar venganza – en espera que el cielo volviera a andar. Los negros, que siempre habían desconfiado del cuento de “pueblo pacífico” que se les había vendido, se defendieron. En su memoria estaba claro como los blancos habían violado el cielo con su basura y su desperdicio - esa mañana había estado a punto de amanecer, y con un grito desgarrador, el cielo se había detenido indignado. Los blancos mataron a los negros. Los negros mataron a los blancos. Los morenos callaron. Cuando no habían más que morenos, los de tez más clara recordaron el grito de guerra de los blancos. Creyendo que quizás los morenos oscuros habían sido los que, al anochecer, detuvieron el cielo, salieron al ataque. Los morenos de tez más oscura se defendieron y luego atacaron – jamás iban a permitir que estos blancos les roben el cielo al amanecer. Y así, dejó de existir blanco, negro y moreno – restando solo azul.
Azul profundo de un amanecer que anochece, azul profundo que sigilosamente invita a sus hermanos a jugar una vez que en la tierra no hay más nadie, y se encuentran por fin solos.
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Foto Original de: Baljit Kaur
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