sábado, 22 de enero de 2011

Georges y la Luna



Georges miró por su telescopio por primera vez en 1870. Siendo francés, su motivación principal no era científica sino más bien artística. A Georges le interesaban tres cosas, la buena comida, el buen sexo, y la belleza. De lo primero se había hastiado, y por esa razón, lo segundo le había sido difícil conseguir. La belleza, en particular la belleza de la luna, lo había perseguido desde niño. Fue en ese momento, la primera vez que la vio en un telescopio, que decidió por fin dedicar su vida a ella.



Desde que era muy pequeño, a Georges le había obsesionado la idea de capturar la belleza de la luna. Para comenzar, como es lógico, Georges se dedicó a dibujar y pintar la luna. Al principio su obsesión fue bien vista dentro de la familia, todos pensaban que era una muestra de lo despierto e imaginativo que era el niño. Al compararlo con su hermano, cuya pasión era afeitar gatos, Georges parecía un verdadero santo.



Pasaron los años, como a veces pasan, y la pasión de Georges por la belleza de la luna se empezó a ver cada vez menos saludable en los ojos de sus padres. Para empezar, el niño no tenía gran talento para el dibujo o la pintura, por lo cual su padre siempre trató que el niño se apasionase más bien por el lado científico del asunto. Dios perdona que un hombre se muera de hambre como científico, pero la gente se reiría si fuera artista. Sus bajas notas en la escuela y el colegio detuvieron muy pronto aquel sueño. Segundo, su hermano se había convertido en un gran aprendiz de carnicero y su fama por el pueblo había atraído algo de atención a la familia. Después de aguantar un par de años de que lo trataran como a un vago, y de que su hermano se llevara toda la atención, Georges decidió salir de casa.



Y es así como en 1870, Georges, un hombre joven pero bastante delicado de salud, estableció su primer observatorio de amor y veneración a la luna. Consiente de su limitación artística, Georges intentó escribirle poemas, cuentos y sonetos a la luna. Todos ellos fueron muy mal recibidos, incluso dentro de su creciente club de fanáticos de la luna. A decir verdad, la mayoría de los miembros del club se afiliaban para utilizar el telescopio gratis, y luego mirar lo que ellos quisieran. Sólo el hecho de que el telescopio pertenecía al joven Georges le permitía seguir presidiendo sobre las reuniones, y declamando sus poemas antes del inicio de cada sesión. El desprecio del público lo frustraba profundamente. No les atribuía la culpa a ellos, ni mucho menos se declaraba mal entendido. Él buscaba transmitir la belleza de la luna, y si su público no quedaba absolutamente maravillado es que no estaba transmitiendo bien su emoción.



Pasó del dibujo, a la pintura, a la escritura. Cuando nada de esto le funcionó, utilizando de conejillos de indias a los miembros de su club, montó shows de marionetas, musicales y teatro. Nada lograba capturar ni un tercio de la belleza de la luna. Una de las pocas obras que creó, que llego a tener una cierta aceptación por parte del exigente público, fue una serigrafía de la luna que hizo una noche. Con un espejo logró reflejar la luna sobre una mesa y luego la trazó y la pintó. No obstante, nada de eso le pareció jamás ser suficiente.




Pasaron los años, de nuevo, y Georges se fue volviendo un hombre viejo. Nunca se casó, y con el tiempo su amor por las mujeres fue suplantado por su amor por la luna. Su amor por la comida, su otro gran compañero, no lo había abandonado. Todos que lo conocían se maravillaban por el hecho de que haya llegado a su edad. ¡Quién se hubiera imaginado que sobreviviría a su hermano! Por lo menos él había muerto de manera semi-heroica, corriendo con los toros en España. Georges era sólo el loco del pueblo, y a la gente le preocupaba más él hedor que produciría al morir que su misma ausencia.



A los cincuenta y tantos años vio por primera vez una película. Sus sobrinos-nietos le habían arrastrado a verla, convencidos de que le iba a fascinar. La película se titulaba, “De La Tierra a la Luna”, realizada por un homólogo suyo. Georges la odio con todo su ser. ¡Cómo era posible que semejante parodia corrompa nuestro pueblo! ¡Aparato endemoniado! Y otras expresiones similares eran lo más suave que pasaba por su cabeza y por sus labios cuando pensaba en esa película. Con esta rabieta alienó a los pequeños, que nunca más fueron a llevarlo a nada.



Una noche calurosa de verano de 1910, cuando Georges ya estaba cerca de su muerte, creyó divisar una mujer voluptuosa sobre la superficie de la luna. Lo primero que se le ocurrió fue revisar el maldito telescopio, que a pesar de haberle sido fiel ya cuarenta años, estaba cayéndose a pedazos. No era problema del telescopio. Miró de nuevo y vio de nuevo una mujer voluptuosa sobre la superficie de la luna. Ella lo miró fijamente y con un pequeño gesto lo invitó.



Varias semanas después sus vecinos reportaron un extraño olor. Cuando la policía vino a investigar lo encontraron muerto frente a su telescopio. Todo parecía ser un caso típico de hombre solitario cuyo corazón por fin se rinde frente al peso que lo oprime. Lo único inexplicable para todos los involucrados era la sonrisa de oreja a oreja que tenía el difunto. Los policías, obviamente, no tenían idea de la noche que había pasado en la luna. Fueron los doctores que le hicieron la autopsia quienes descubrieron, al interior del estomago del hombre, una pintura, una partitura musical y un dulce sumamente denso y brillante. La pintura mostraba al hombre con una mujer bailando, comiendo y haciendo el amor sobre la superficie de la luna. Incluso la pintura parecía estar hecha de un material comestible, dulce, que de alguna manera este hombre había logrado tragar completo y sin masticar. La partitura, una vez limpiada y descifrada, fue asumida como la canción que bailaban. El dulce sí nunca pudieron descifrar de donde era ni qué exactamente era. Terminó en un museo, junto a la pintura, con un título que lo describía erróneamente como perla.



¿Y Georges? Por fin logró, en su fugaz momento de amor compartido, capturar algo de la esencia de la belleza que siempre lo había obsesionado. Por qué amor no es amor, si no es amor compartido.

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