Una fría mañana de invierno, a eso de las seis de la mañana, el Dr. descubrió como iba a acabar el mundo.
Eulelio Rojas era un profesor y científico muy conocido dentro de los círculos en los cuales él se movía. Era de esas raras personas que proyectaban la misma imagen a todo el mundo. Por lo general, una persona que es muy fría en el trabajo puede ser muy amorosa en el hogar, y vice-versa. No es así el caso del Dr. Eulelio. Todos lo conocían como un hombre reservado, de voz fuerte, quizás algo taciturno. Muchos de sus alumnos lo odiaban, pero muy pocos de ellos pasaban sus clases. Era muy difícil seguir la clase de Eulelio, él no era para nada pedagogo. Se paraba frente a sus alumnos y hablaba casi sin respirar sobre teorías de cuerdas, física especulativa, y todo lo último que estaba sucediendo en el cosmos. Nunca tenía tiempo para discutir nada después de clase y era absolutamente inclemente con cualquiera que no supiera seguir sus complicadas formulas. Eulelio se daba cuenta perfectamente que encajaba con el cliché del profesor solitario y sin sentimientos, pero su imagen no le había importado nunca. Él no dudaba de sus propios sentimientos, e incluso se consideraba a si mismo un hombre muy apasionado. El pequeño detalle era que esos sentimientos nunca eran hacia otras personas. La gente, y en particular sus alumnos, le fascinaban. Él los miraba como hormigas bajo un microscopio; ellos vivían en su mundo y él en el suyo. No podía siquiera recordar la última vez que algo que no fuera un número, un algoritmo, o una estrella le había causado rabia, ternura o amor.
Daniela Lombardi era una de las pocas alumnas de Eulelio. No era particularmente destacada, pero tampoco le iba particularmente mal - era del montón. Aún así, ser del montón en la clase de Rojas ya era todo un logro. Dos semanas antes de aquella fría mañana de invierno en la que el buen doctor descubriría como iba a acabar el mundo, Daniela tuvo un pésimo día. Para comenzar, al salir de la ducha se encontró con dos malas noticias – una que la tomó por sorpresa, y otra que no. La primera era una nota escrita a la rápida por su novio. –LLAMARON LOS DE LA BECA. PRESÉNTATE EN LA SEDE DE APOQUINDO A LAS 8 PM. A LAS 10 CENAMOS CON MIS PADRES. TE DEJE PLATA PARA LA CUENTA DE AGUA. TE VEO A LA NOCHE. BESOS.- Daniela leyó y releyó la nota. Acto seguido tomó el teléfono y llamó a la secretaria de estudios para que le explicaran como mierda esperaban que ella llegara de la sede en Eloy Alfaro a la sede en Apoquindo en un minuto, si tenía el examen final de Rojas de las siete a las ocho. La secretaria por supuesto pospuso su llamada. Pasó media hora. Por fin, la tercera persona a la que explicó que no podía estar en dos lugares al mismo tiempo le dijo que lo sentían mucho pero que las citas para beca eran al horario de los entrevistadores y que nadie más podía intervenir. Tenía que elegir: o iba a la cita para la beca o iba al examen de Rojas. Lo que nadie parecía querer entender es que fallar (o no presentarse) al examen final de Rojas era lo mismo que botar todo un año de trabajo a la basura. Corrían rumores de que incluso había hecho perder el año a un chico que había sido atropellado el día del examen. El poder y dominio de Rojas sobre su clase era, y había sido ya desde hace mucho tiempo, absoluto. Así había sido la única forma que la universidad había logrado retener a semejante intelectual dentro de sus aulas. Las ofertas de Oxford, MIT, ITT y Harvard no le habían faltado, pero el dinero y prestigio nunca le habían llamado la atención - solo la oportunidad de hacer de las suyas en paz. Mientras Daniela consideraba sus opciones (o perder la beca por perder la entrevista, o perder la beca por fallar la clase de Rojas) divisó sobre su mesita de noche otra carta, esta dentro de un sobre mucho más cuidado. La abrió con curiosidad y leyó sólo cuatro palabras –ESTAMOS ORGULLOSOS DE TÍ.- Su madre seguramente se habrá acordado que el gran examen era hoy y le mandó esa carta. Más presión. Mierda.
Eulelio caminaba de arriba a abajo por la universidad, sin rumbo fijo, esa fría mañana de invierno. Muchos lo miraban, iba sin chaqueta, pero si sentía el frío no parecía demostrarlo. Los pensamientos en su cabeza volaban como una balacera. Por un lado, si decía algo a alguien en la universidad sobre el fin del mundo, se reirían de él. De hecho, sus cálculos indicaban que exactamente a las 2:34 AM CLST, el mundo dejaría de existir. Los detalles hace mucho que ya no le molestaban. Había revisado sus cálculos y sus datos demasiadas veces para seguir pensando en ello. Ahora solo se preguntaba una cosa - ¿debo decirle a alguien? Eulelio se acercó por cuarta vez a la cafetera y tomó un café caliente entre las manos. Respiró hondo, saboreo el olor. Cerró los ojos. Esta era una pregunta que sus queridos números no podían responder. Si estaba equivocado, sería el hazmerreír de todos. Perdería su clase, su laboratorio, su estatus, todo. Si estaba en lo correcto nadie podía hacer nada al respecto. Pero...pero quizás podrían vivir su último día, quizás de alguna manera distinta. –Absurdo-, pensó mientras el líquido quemaba sus labios. –Un día no cambiaría la vida de nadie. Desaparecerán como vivieron y el mundo no se dará ni cuenta.- Pero a pesar de sus protestas internas, un día sí le estaba cambiando la vida, aunque esta estuviera a punto de terminar. Desde el momento que abrió los ojos esa mañana don Eulelio respiró el aire frío como nunca antes, sus sentidos agudos, su mente despejada. Desde que supo que este sería su último día, el último día de todos, su cuerpo entero reaccionó como por reflejo automático intentando retener la mayor parte de lo efímero que podía.
Daniela vio pasar una y otra vez a su profesor sin tener el valor para pedirle lo que quería. Ayer había recibido su nota final y todo indicaba que iba a fallar la famosa clase del gran Rojas. Un examen diseñado para dos horas, para el cual le daban solo una hora, ella intentó resolverlo en media hora. Por supuesto, llegó cinco minutos tarde para su cita con el encargado de la beca (él llegó cuarenta y cinco minutos tarde). Un hombre gordo y calvo, el inspector no hizo más que decirle que le parecía que ella era una buena y ordenada chica y que si lograba un promedio de 85% de rendimiento, la beca sería suya. Promedio imposible de alcanzar con un 49% en la clase de Rojas. Todo había dependido de esa maldita prueba, y ella no había logrado responder ni un tercio de las preguntas. Luego había reclamado a todas las instancias, desde al mismo Eulelio (que nunca le dirigió la palabra), hasta el rector de la Universidad (que no la recibió). Pensó en sus opciones legales, pero se dio cuenta pronto que jamás podría pagar a un abogado. Una mierda, obligada a mendigar por una educación que se había ganado con sudor y lágrimas. Sin nadie a quien recurrir y perdiéndolo todo por una maldita injusticia. Hoy, a las seis de la tarde, todos los profesores entregarían sus notas finales a rectoría. Esta era su última oportunidad, y Daniela estaba dispuesta a todo. Tenía una cita con su novio a las seis y media, una noche romántica en la cual iban a celebrar el fin de clases para este año. Pensar en su novio le daba asco, pensar en ella misma le causaba nauseas. No era nada contra él, sino en contra de lo que ella se estaba proponiendo hacer. Sabía que Eulelio jamás había aceptado un avance de una alumna, pero esa era la única carta que le quedaba por jugar. Daniela estaba lista a prostituirse si era necesario, cualquier cosa, cualquiera, era mejor que decepcionar a su familia. Y ellos no tendrían por qué jamás enterarse de este “pequeño episodio”. La única idea que le dolía más que lo que se proponía hacer, era la idea de tener que dejar la escuela - avergonzada, humillada. ¡Y por unos imbéciles! Vio a su profesor quemarse los labios con un café y pensó en esos viejos y húmedos labios sobre ella, su pequeño bigotito besándola y baboseándola. Más asco, más nauseas. Alguien, Daniela no recuerda su rostro, le pregunta si está bien. Parece que se estaba agarrando el vientre con rabia, sin siquiera darse cuenta. Daniela respira hondo. Toma fuerzas. Sabe que él le dirá que no, que es una puta, y regresará a casa aún más humillada. No importa. No le quedan más opciones. Haga lo que haga, este será un muy mal día.
-¡Dr. Rojas! ¡Dr. Rojas!- Escuchó el profesor detrás de él. Una chica vestida de verde estaba parada a sus espaldas, sus murmullos habían roto su concentración. Rojas seguía determinado en comunicarle a alguien el fin del mundo, hacer algo, disfrutar por lo menos él su último día. De alguna manera. Quizás este secreto que él guardaba podría tener un significado especial. Si el mundo terminara mañana, ya no habría ni responsabilidad ni culpa. Podría hacer lo que quisiera. Pero él ya hacía lo que quería, y no se le ocurría que más podría hacer. –Dr. Eulelio...- volvió a interrumpir la chica. Sus ojos azules brillaban en la luz de la mañana, su piel morena contrastaba de manera deliciosa con las facciones de su rostro. Gabriela, Dalila, algo así se llamaba. Lentamente él la fue reconociendo. La chica tocó su brazo de una manera que parecía no ser del todo apropiada y le preguntó si podían conversar en su oficina. Eulelio jamás habría aceptado tal idea, especialmente con las clases ya terminadas y las notas en los libros, pero algo acerca de lo que estaba pasando ese día le llamó a hacer una excepción. Quería hablar con alguien, cosa muy rara en él, aunque fuera sobre banalidades.
La chica lo guió a su propia oficina y una vez allí cerró la puerta con seguro y cerró las persianas. Al principio parecía muy segura de si misma, muy en control. Al momento que pasaron los minutos, no obstante, empezó a temblar levemente, a hablar con menos seguridad. Eulelio nunca se había preocupado demasiado por el sexo opuesto (o por el sexo en general), pero tampoco era estúpido. Se había dado cuenta hacía rato de lo que quería esta chica de verde, y ella no dejaba de insinuar lo mal que le había ido en su examen final y lo bello que sería si alguien pudiera ayudarla. Temblorosa ella llevó la mano de Eulelio a su muslo y lentamente la subió debajo de su falda. Ella se acercó para besarlo, y él como niño se dejó guiar, perdido en sensaciones que había hace mucho olvidado. De pronto, ella se largó a llorar. Eulelio consternado se apartó de ella. En un solo llanto ella le contó de sus padres, de la beca, de la carrera, de como ellos habían pagado su primer año, de las deudas que habían tomado ellos, de su novio, de como amaba a su novio, de como ella era una puta, de que estaba segura que él les iba a decir a todos, que no podía más, que sí había estudiado para la prueba, que no podía creer que estaba haciendo esto, que esta no era ella, que haría todo lo que él quisiera, que le de un momento, por favor, solo un momento. Eulelio la contempló. Podría...podría aprovecharse. Esta no era la primera vez que le habían insinuado algo así, pero por mucho era la que había llegado más lejos. En fin, ella dijo que haría lo que él quisiera si le daba un momento. Por primera vez en muchos años, quizás en su vida, Eulelio se llenó de pensamientos morbosos. Sucios. Quería hacer cosas con ella, cosas gráficas. Someterla, atarla, tenerla, odiarla. Total, el mundo iba a acabar. No había responsabilidad. Ella había dicho tal cual: “lo que tú quieras.” Estaba a un susurro de distancia. Mientras la chica de verde (¿Camila? ¿Daria?) se desbotonaba la blusa, Eulelio fantaseaba. Con cuidado, como si fuera una reliquia, acercó sus viejos y arrugados dedos a sus senos. Sintió un rápido relámpago atravesar su cuerpo y luego nada. Alzó la mirada, casi temeroso de ella, y divisó bien su rostro. La chica portaba una mirada perdida, resignada. Eulelio se alejó de ella lentamente. Ella, como sintiéndose rechazada, bajó la mirada y se cerró la blusa. La balacera de ideas se había desvanecido. Ahora no podía pensar nada, solo sentía. Culpa, lujuria, rabia, impotencia, asco, temor, esperanza – pero espera. Algunos de esos sentimientos no eran suyos. Eulelio se miró las manos consternado, sin entender lo que le pasaba. Este era su último día en la tierra - ¿iba a dejar desperdiciar una oportunidad como esta? No, seguramente no. Él la miró de arriba a abajo y sintió más emociones en pocos segundos que lo que había sentido en años. -Esta chica y su futuro.-, pensó. -Está dispuesta a todo por un retorcido futuro. Un futuro que no tendrá. Que nadie tendrá.- Podría decirle, podría revelarle su gran secreto. ¿Para qué? En el mejor de los casos ella le creería y se deprimiría horriblemente. En el peor de los casos se reiría de él. ¿Y si estaba equivocado? No era posible estar equivocado. Eulelio había revisado todo hasta la máxima exactitud. Como un gusano mintiéndose en su piel a mordiscos, el impulso de hacer algo radical en su último día se apoderaba de él. Igual a cuando uno toma agua con el estomago vacío, la ola de emociones que él sabía no eran suyas – desesperación, angustia, temor, bajaban por sus labios, su garganta, su estomago. Más fuertes y más fuertes. Por un largo momento se miraron. Él la navegó con los ojos y sintió que la conocía como nunca antes a nadie en su vida. Sin saberlo, ella estaba compartiendo sus últimos momentos con él, estaba compartiendo algo que Eulelio sintió casi como sagrado. Su instinto animal lentamente regresó a ese lugar donde Eulelio guardaba siempre sus represiones. Su intelecto volvió a tomar control. Se puso a escribir ecuaciones en la pizarra. Sus números lo hicieron de nuevo feliz.
Daniela no lo podía creer. Rojas le iba dejar dar la prueba de nuevo. Su confusión se mezcló con vergüenza por lo que había estado dispuesta a hacer, pero que a fin de cuentas no hizo. Y en todo caso, si resolvía bien esta prueba, se merecería la nota que le pongan. Por su cerebro y por su esfuerzo, y por nada más. Ella sabía la materia, estaba segura que con el tiempo suficiente iba a poder resolver el problema. Tres ecuaciones. Una hora. Luego, quince minutos de espera mientras Rojas le ponía la nota. Con una sonrisa que ella jamás le había visto al viejo recibió Daniela su prueba – había sacado un 86%. Hoy sería un buen día.
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