viernes, 14 de enero de 2011

El Dios del Castigo


Ramón se esconde dentro de un closet en su devastado pueblo.

El polvo lo cubre todo. Él sabe que si sale lo encontraran y lo mataran. Ha escuchado como sus amigos han muerto en la gran batalla. Ha escuchado los gritos de mujeres y niños intentando escapar. ¿Y él? Cobarde. Escondido en su closet esperando que nadie lo encuentre.

Claro, él nunca quiso ser soldado. Ramón era criador de caballos, labor que, junto a la de un buen herrero, era de las más importantes en el pequeño pueblo. Cómo casi todos los matrimonios en su sociedad, el suyo había sido arreglado por sus padres. Ramón, siendo un hombre bastante feo, siempre se sintió inseguro al lado de su hermosa mujer. La única que parecía no notar la diferencia de aspecto entre los dos era ella. Josefína siempre lo amó, hasta el último instante. De hecho, cuando entraron a llevarla a ella y a sus hijas, Josefína no reveló el lugar de escondite de su marido. ¿Por qué no se escondió ella y las niñas? Ramón le había convencido de que el ejército ocupante no iba a hacerles daño. ¡Craso error!

Mientras pasan los minutos y Ramón medita dentro del closet, hasta sus lagrimas parecen haberse acabado. Una y otra vez se pregunta en su mente si realmente creyó eso de que el ejército enemigo no haría nada a mujeres y niños, o si solo se lo dijo a su mujer para excusar su cobardía. Se engañó a si mismo, esa era la única manera que podría sobrevivir.

Pasaron los minutos (que parecieron horas) y Ramón escuchó cada grito. Cada protesta. Se aferró con los ojos cerrados a la escopeta cargada que tenía en sus manos. En cualquier momento podría haber salido y haber defendido a su familia. El terror, ese terror que recorre su cuerpo entero, no lo dejaba ni siquiera moverse. ¿Habría podido disparar el arma si alguien hubiese abierto el closet? Sí. No arriesga su vida por nada y por nadie, pero para salvar su propio pellejo, cuando ya no queda otra alternativa, aprieta el gatillo.

Como si respondiendo a las preguntas que dan vueltas en su mente, cuales peces en una pecera, un cadete del ejército enemigo se escucha entrar a la casa. Está solo, todos sus compañeros estan disfrutando los frutos de la victoria en distintas partes del pueblo. La mayoría se han acomodado en la iglesia, lugar donde han decidido “guardar” a las mujeres. Ramón escucha muy atentamente para asegurarse que no hayan más pasos que los del extraño que acaba de entrar. El ruido que hace devela que está buscando algo, seguramente dinero o comida. Ramón quiere salir a confrontarlo, ahora está solo, ahora no es como cuando vinieron a llevarse a sus mujeres. Cuando vinieron a llevarselas eran muchos, diez por lo menos, jamás los hubiese vencido. A este tipo solo seguro que sí lo podría aniquilar. Seguro que sí. Ramón sonríe para si, como si ya hubiese salido a confrontar al enemigo. Como si matar a este muchacho compensára por toda su cobardía anterior. Y aún así no se mueve. Sostiene su rifle con todas sus fuerzas y fantasea, pero no se mueve.

De repente se abre la puerta del closet. Ramón dispara sin pensarlo. Él enemigo, un niño de catorce años (con un uniforme que le queda dos tallas muy grande), se desploma frente al aterrorizado cobarde. Rápido y desesperado, como escondiendo una taza rota, Ramón mete el cuerpo del chico a su closet con él. Nunca le quedaría el uniforme del difunto así que no le servirá de nada probarselo. Lo único que importa es mantener la santidad de su escondite. ¿Y si alguien viene a investigar el disparo? Imposible. No hay nadie cerca y los tiros al aire en el pueblo seguro que cubren cualquier otro ruido. Pensando rápido, Ramón toma una mesita de noche y la pone sobre la mancha de sangre frente al closet. Acto seguido vuelve a meterse en el closet con el cuerpo. No hay espacio para los dos y Ramón termina sentado sobre el cuerpo del adolescente. Pasan las horas y el hedor dentro del closet se vuelve cada vez más insoportable. La culpa se vuelve cada vez más insoportable. Los gritos se vuelven cada vez más insoportables, aunque está seguro que estos deben provenir de su propia mente. De vez en cuando Ramón abre un poco la puerta para dejar entrar algo de aire fresco, pero la cierra de inmediato para que no entren demasiados ruidos de afuera. Aún ahora podría salir con su escopeta en una misión kamikaze. Él sabe que se han llevado a su familia, lo único que tiene que hacer es salir a buscarlos. Pasan mil fantasías por su cabeza pero ni un dedo se mueve. A la noche ya no se escucha nadie. Aún así no se atreve a salir.

Pasan los días y Ramón vive de comerse a pedacitos al cadete sobre el cual duerme. No hay caso, no puede salir del closet. Ya varios días después es evidente que el ejército enemigo no volverá, y aún así, Ramón no puede salir. No puede encontrarse con él mismo allá afuera. No obstante, sabe que si no busca agua y comida pronto morirá, y solo su miedo a la muerte lo obliga a salir. Al sexto día abre la puerta de su sacro escondite. Cualquiera se hubiese vuelto loco luego de ciento curenta y cuatro horas en un closet oscuro con un cuerpo, pero para Ramón la locura sería un premio que él no se merece. Lentamente vuelve al pueblo, ahora completamente vacío, fantasma. Ramón busca agua o algo que comer y pronto vuelve con la poca agua de lluvia que se ha acumulado en el pozo. Lleva, además, algo de maleza que parece comestible y carne de caballo. A comparación con la carne humana que viene comiendo hasta ahora, la carne de caballo se derrite como ambrosía en su boca.

Pasan los años y empieza a llegar gente nueva al pueblo. Gente que no conoce de la cobardía de Ramón. El hombre vuelve a hacer su vida, como si nada, a excepción de las pesadillas que lo acechan todas las noches. Y es así como, el que menos lo merece, es otorgado una oportunidad a otra vida. ¿Donde está el Dios del castigo ahora?

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